Sylvester
Stallone, maestro desdeñado por la cinefilia más presuntuosa, reanudó su épica
del italiano de clase obrera que vive el sueño americano después de pasada su
aparente oportunidad --iniciada en la milagrosa Rocky (1976)-- con esta sustancial, energética, y aun dramática (trágica, incluso), secuela. Balboa es ahora un
tipo rico, un campeón domesticado por la celebridad, hasta que aparece un nuevo
retador (el “magnífico” Mr. T en su debut) dispuesto a destrozar sus ilusiones
y la realidad misma de su existencia lograda literalmente con sangre, sudor y
lágrimas. Entonces, un inesperado aliado le sale al rescate. Esta vez la
franquicia deportiva ha encontrado su momentum, y ya se proyecta visiblemente
hacia el lado espectacular y de acción sensacional del asunto, perdiendo
voluntariamente el equilibrio desequilibrado de sus totalmente kazanianos,
caprianos orígenes, cuando la fusión de narrativa ideal y veraz fue acogida con
fervor por crítica y público: Rocky se ha convertido en un vehículo de la
pasión de su autor por el culturismo filosófico, su
cuerpo de gladiador aeróbico un emblema de la era Reagan tan legítimo en su
concepción plástica como cada balazo esquivado y contestado por el eventualmente reaccionario
Rambo (a derramar su primera sangre en octubre del mismo año) --una tentativa de localizar lo universal que sería todavía más exitosa en
la siguiente parte, donde incluso el sentido del humor de nuestro ídolo se ha
vuelto imperialista. Irónicamente, ésta era la única dirección viable para la historia,
genialmente prolongada por un incomprendido Stallone que, no obstante ambos
innegables aciertos, sí trastabilló con el quinto episodio. Ahora, a disfrutar
de un inspirador y popular clásico de las bandas sonoras:
lunes, 19 de noviembre de 2012
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