miércoles, 16 de diciembre de 2015

Santa (1932)


Basada en la celebrada novela homónima de Federico Gamboa publicada en 1903, esta película, dirigida por el galán del Hollywood mudo Antonio Moreno, inauguró el período sonoro en México. Luego, como es de esperar, la música incidental se limita a la presentación de créditos, y el uso de los intertítulos subraya la vecindad cronológica con el silente de una producción cuyo estilo es, virtualmente, el de aquel cine. De hecho, la puesta en escena y las actuaciones recuerdan en algo al Drácula co-estelarizado por Lupita Tovar el mismo 1931. Felizmente, Moreno muestra una mayor sensibilidad con respecto al asunto que le compete.

El título del filme contiene cierta ironía: "Santa" es el nombre de pila de una muchacha cuya excepcional belleza física la arrastra de los brazos de un soldado que la deshonra a los de los parroquianos de la casa de Elvira, un lupanar en las inmediaciones del Distrito Federal. Sus hermanos la maldicen, y la huérfana --cuya madre era la única persona en quien podía confiar-- compensa el vacío de su existencia con los fastos que le obsequia el ser considerada la mujer más hermosa del país. Lo que nadie sabe es que Santa le hace justicia a su nombre, pues se trata en realidad de una mártir del destino, la heroína sutil del más descarnado melodrama. Moreno y su operador Alex Phillips así lo reconocen, en fotogramas que aun adornan a Tovar, prácticamente con el corazón atravesado por espadas marianas, con la aureola de la justicia divina.

 Lupita Tovar en la versión hispana de The Cat Creeps (remake sonoro de The Cat and the Canary), dirigida por George Melford y co-estelarizada por Antonio Moreno

El folletín es, pues, efectivo, con algunas imágenes de innegable sentido estético e, incluso, poesía. Tovar, en un papel que una María Félix habría dotado de natural intensidad, se desenvuelve digna y adecuada, mucho menos irritante y más equilibrada que en su trasunto de Mina Harker, provocando en el espectador la correcta dosis de compasión y simpatía por una persona que aprendió demasiado tarde una lección mortal que la vida le tendió cuando solamente era una niña. Mimí Derba, la madre de la Doña en Una mujer sin alma (1944), interpreta con autoridad a la madama Elvira, severo trasvase de la figura materna perdida. A despecho del escabroso naturalismo original de la novela de Gamboa, el filme concentra su atención en las sensaciones provistas por un guión simplificador, una ambientación que sabe contrastar el campo y la ciudad, la pobreza y la riqueza de sus escenarios tanto como las luces y las sombras de la fortuna. Quizá hay una pizca de demasiada blandura en los elementos y los procedimientos --aparte de Santa, ningún otro personaje es observado más allá de su apariencia, ni sirve como algo diferente de un mecanismo para describir a la protagonista o hacer avanzar la trama; y el pianista ciego, rival de un torero (otro) artificiosamente virtuoso, resulta quizá sobrado de patetismo en su bondad--, pero Santa demuestra que a veces no es necesario un villano de opereta ni las situaciones más rebuscadas para ofrecer un válido entretenimiento. 3/5

   

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Le magnifique (1973)


Philippe de Broca escribió (junto con Jean-Paul Rappeneau y Vittorio Caprioli, también en el reparto) y dirigió esta co-producción franco-italiana, recordado vehículo de lucimiento para Jean-Paul Belmondo (entonces el divo de Francia, con Delon como único rival admisible), no solamente como un pastiche paródico de las películas de James Bond, sino también de la clase de ficción sensacionalista que inspiró algunas de las más conspicuas obras de la Nouvelle Vague --empezando por aquel A bout de souffle (1960) concebido por Truffaut, realizado por Godard y estelarizado por el propio Belmondo. Además, y por si fuera poco, de Broca explora las relaciones entre realidad y fantasía, tan caras a inventores y teóricos, con la gracia de un niño pequeño jugando con su trencito nuevo. La imagen no es gratuita: Le magnifique fue mi primer Belmondo, y la dinámica entre ambos planos de la realidad ficticia --claramente delimitados-- encantó a mi imaginación, ya aficionada, en mi infantil adolescencia, a las dobles --¿múltiples?-- identidades alentadas por el Zorro o Spider-Man en mi niñez. Visto ahora, el cuarentón y atlético Belmondo es más creíble, inevitablemente, como el espía Bob Saint-Clar que como su demiurgo, el novelista Francois Merlin, precisamente porque lo que entonces fue magia sin ningún rastro de cinismo es hoy un truco viejo y nada convincente. La ironía consiste en que el superagente de Belmondo (quien no se arredra y practica sus propios stunts, lo que, por otra parte, es el quid del asunto, como veremos) se mantiene en forma pero ha perdido el fondo de ilusión que lo aureolaba desde mis ojos sin ojeras. Merlin puede haber sido un fecundo fantaseador de perecibles best-sellers, pero, como tan bien lo entendió su bella vecina y musa, interpretada con gusto por Jacqueline Bisset, la vida carecería de sentido sin la falta de eso (que nos hace falta). Saint-Clar, la respuesta que llenó el vacío de Merlin, fue mi primer héroe metafílmico.

   Philippe de Broca en el set de Le magnifique

Ante todo, no debemos soslayar lo obvio elusivo: de Broca se encuentra sumergido en una reflexión de su propio quehacer de cineasta, más allá de errores y virtudes, lo cual otorga a la experiencia de revisitar las ambivalencias de su mundo una cualidad ajena a la perspectiva de una audiencia insólita por inexperta, sin importar lo apta que ésta sea para recibir las emociones peligrosas de un ambiente sin riesgos verdaderos. Una cualidad, decía, que privilegia los mecanismos por encima de los efectos, la re-elaboración de las ideas más que su materialización gruesa o fina cual pincelada. Esto nos servirá, asimismo, para apreciar de manera renovada la labor de un Belmondo parigualmente consciente de sí mismo --en la extensión entera de tal expresión--, apostillando en torno a un estrellato personal que, a diferencia del de Gassmann o, inclusive, de su compatriota Delon, parecía tener que ver especialmente con esa fuerza primitiva del cine, desde el periodo mudo, traducida en una teatralidad sui géneris y característica, y con la naturaleza de esa energía al servicio de un cine reconocido como de autor --que ya puede ser el caso de de Broca. Internacionalmente, tal vez Burt Lancaster (sólo en su edad madura, y sin la autoconsciencia metalingüística del otrora Pierrot le fou) sea el otro caso que ejemplifica idealmente este punto en nuestra discusión.

Bob y Tatiana en Puerto Vallarta

Incontestado retorno, entonces, por partida doble --de un realizador a su leit-motiv favorito y, acaso, a su alter ego preferido, además de un espectador a la escena de su impune infancia, como es mi caso--, lo que merece apreciarse en Le magnifique es una probada transparencia en el comentario de los íntimamente ligados niveles de realidad y fantasía, dentro y fuera de la ficción. El largometraje de de Broca, más allá de cierta inevitable transformación debida al transcurso de los años, no ha perdido todo su encanto ni mucho menos y, en especial, ha conservado esa inteligencia adulta que la distingue de entre otras películas de su género. La aparente torpeza de la puesta en escena al interior de las aventuras estrambóticas de Saint-Clar, y, en general, su atmósfera de serie B cómicamente superproducida, son señas de identidad de un ensayo de acción que vale por su lúcida sutileza al momento de abordar la problemática de la creación narrativa, sea negro sobre blanco o Eastmancolor sobre el más exótico Jalisco, México. 3/5

jueves, 29 de octubre de 2015

Wonderwall (1968)


Antes de que los Beatles viajaran juntos a hacer meditación trascendental en Rishikesh --y de que filmasen su cameo "en carne y hueso" para el remate de Yellow Submarine--, George Harrison grabó, entre noviembre de 1967 y enero de 1968, entre Bombay y Londres, la música incidental de un film escrito por Guillermo Cabrera Infante sobre una idea de Gérard Brach, quien antes había creado The Fearless Vampire Killers con Jack MacGowran como héroe --MacGowran fue también uno de los soldados compañeros de John Lennon en How I Won the War (1967). En la película de nuestro comentario, interpreta a un científico de edad algo avanzada, excéntrico y un tanto misántropo, cuyo interés por una joven modelo (Jane Birkin) se torna cada vez más obsesivo y excluyente.


La chica es vecina del Profesor Collins, o, al menos, vive en el departamento contiguo, donde su novio, un superficial e inescrupuloso mod (Iain Quarrier, en la foto), que, tal vez más que a cierto músico de rock --¿Lennon, el superhombre lisérgico?--, recuerda a David Hemmings en Blow-Up (1966), en la cual Birkin tuvo una breve aparición. Cuando un agujero en la pared proyecta su danzarina silueta invertida, el profesor no puede resistir el deseo de ver a la muchacha, y Penny Lane --así se llama, qué esperaban--, cuya apariencia evoca a la Flora de Botticelli como pintada por Alphonse Mucha, empieza a ser soñada mientras asimismo sueña: con un empleo en la revista Vogue, con el amor verdadero, con el sentido de la vida. No obstante, la humanidad de Penny, sublimada a través del cristal de la soledad, apenas si alcanza a Collins, para quien es una musa romántica, una dama de rojo, una sirena de la psicodelia. En su delirio frustrado y autosatisfecho, al científico retirado no le queda sino agujerear el aire. El sueño debajo de los huecos practicados en el techo y de las vigas desnudas lo despierta, finalmente, a una realidad en la cual permanecer como un mirón pasivo no es opción.


Ver al Profesor Abronsius trepar las cornisas de su residencia de Notting Hill en frac y capa, cual un Dracula salido de la desesperanza, es un plus en este relato, cuya estética irónica, absurda y surreal, no obstaculiza el drama experimentado por su protagonista. Otras señas de nota son la inteligente relación dialógica entre parlamentos y técnica (por ejemplo, cuando le dicen al científico que no tiene color en el rostro, e inmediatamente se procede a fotografiarlo en close-up blanquinegro); el diseño atento a las referencias (escarabajos, san sebastianes y mariposas libres de Freddie Clegg, incluidos); la pictórica cinematografía de Harry Waxman, siempre plena de temperamento, y que aquí se ocupa de las células sanguíneas tanto como de las constelaciones del infinito. Además de Harrison (identificado con su MBE, acaso para disipar cualquier duda por homonimia  [¿?], como si el estilo hindú afirmando el flower power no fuera suficiente), Eric Clapton, sin crédito, participa en el score. Y mientras éste posee una dimensión avant-garde en su eclecticismo, próxima en su actitud a lo que Lennon plasmaría en Two Virgins (grabado en mayo de 1968, y publicado en noviembre al igual que el álbum de Harrison), la apasionante y funérea "Wonderwall to Be Here" es inmediatamente clásica, una intensa piece de résistance para las antologías. Richard Wattis --un poco menos afortunado en su jocosa labor en Play It Cool-- brinda una grave presencia en el rol de Perkins, el asistente laboratorista de Collins. 3/5

   

lunes, 19 de octubre de 2015

It Follows (2014)


Aclamada en diversos festivales alrededor del mundo antes de su más propio estreno en 2015, It Follows no decepciona porque se trata de una sólida sesión de género, una que juega según las reglas y, a diferencia de tantas otras películas con el mismo reto, sale airosa. Encima, deja en el espectador una sensación de renovación cuyo frescor importa más que su discutible veracidad.

Jay (Maika Monroe) es una virgen de 19 años de edad. Cuando se acuesta con su enamorado, éste la secuestra y le explica que le ha "pasado" una maldición, consistente en que ahora tendrá que cuidarse de un manojo de zombies sueltos tras su pista. Sólo si la muchacha contagia a un tercero, afirma el traicionero, se librará de la peor de las muertes --y acaso. Reconociendo que los tales "zombies" de nuestra simplificación argumental no lo son exactamente, ésta sería, sin forzar demasiado la imaginación, la receta de un posible bodrio (uno más), de la especie sobrenatural-con-teenagers; pero en la pantalla resulta un pastiche elegante y que bebe en sus cristalinas fuentes --desde los ya clásicos slashers ochenteros hasta la majestuosa Lat den rätte komma in de 2008-- con sorprendente estilo.


La imponente fotografía de las locaciones en Detroit; la afiatada música incidental á la Halloween (por cierto, una de las puntuales influencias conspicuas en este inspirado homenaje retro); el ritmo sosegado, apesadumbrado en su fluidez, de una producción que anticipa los más trillados golpes de efecto sin finalmente prodigarlos --en contraste, otra vez, con la interminable fase en el horror que, ojalá, It Follows esté clausurando--; el retrato humano de un puñado de personajes (la desamparada heroína, una subvertida marisabidilla, el oportuno y eterno guaperas, el devoto amigo de la primera...) que ya habían perdido para siempre más que su humanidad, su adolescencia, la cual aquí, mal que bien, empiezan a recuperar, en medio de una especialmente intrigante ausencia de figuras adultas: son todas virtudes las cuales, pese a no colocar al film en el mismo nivel de seriedad y brillantez que The Conjuring, sí lo hacen inmediatamente superior a muchas otras muestras nada cinemáticas en comparación (aun en su esoterismo, como Coherence). Esos giros de la cámara en su eje sobrepasaban los 360° y atentaban con cambiar nuestra percepción de la realidad dentro del encuadre: It Follows es una inquietante metáfora de las relaciones sexuales, escrita y dirigida por el prometedor David Robert Mitchell, que, al menos, nos mantuvo en vilo. 3.5/5


lunes, 14 de septiembre de 2015

Sei donne per l'assassino (1964)


La sangre vuelve a ser rojo fuego y el alma más negra que la noche en este proto-giallo del maestro Mario Bava. Una serie de asesinatos, cuyo sadismo apunta hacia una probable patología en su perpetrador, ocurren alrededor de una exclusiva casa de alta costura en Roma. La primera víctima, una modelo aparentemente advertida de los secretos y las intrigas que sometían hasta a los administradores de la firma, ha dejado tras de sí un rastro que ensombrece los ojos de todos: su diario personal... adecuadamente encuadernado en profundo carmesí.


Bava maneja los principales elementos de la intrincada trama con holgada claridad, pero el espectador --mucho menos el ya iniciado en sus macabras artes-- queda muy lejos de ser "engañado": el director y guionista se asegura con sutileza pasmosa de que su obra entre de lleno en la dimensión de lo fantástico, vía la ambigüedad de su tratamiento de lo real. El característico estilo gótico de su puesta en escena y su genial sentido de la composición fotográfica hacen de este influyente Bava, no obstante, una frustrante pieza de género, una promesa que en algún momento llega a concretarse y que no se cumple en absoluto --y esto bastante antes de los títulos de crédito finales.


Exquisito, sofisticado, y con una efectiva dramaturgia --la morena Eva Bartok sobresale en el reparto, sin ser la más hermosa chica Bava del filme (ésa es acaso Francesca Ungaro, casi un trasunto de la joven nana de Archibaldo de la Cruz)--, el largometraje de este comentario es, cómo no, y pese a los reparos anotados, siempre recomendable. Tomando distancia de la (aun deliciosa) fórmula del whodunit a la manera de La ragazza che sapeva troppo, pero igualmente también de la abstracción atmosférica consagrada en la romántica Operazione paura, la delirante combinación de color germinal y muerte, sexo y emoción pasional empozados en Sei donne per l'assassino es una sugerencia demasiado tentadora para no concederle su justo lugar en el canon como una pieza clásica de su autor. El leitmotiv musical que envuelve con perversa lujuria a las ominosas, abismales imágenes es de Carlo Rustichelli. 4/5

sábado, 15 de agosto de 2015

How the West Was Won (1963)


Compitiendo por el favor del público sobre la televisión, Metro-Goldwin-Mayer pretendió ganarle el piso a Twentieth Century Fox (y su exclusivo CinemaScope) estrenando esta épica monumental a mayor gloria del género cinematográfico por antonomasia en un formato que demostró ser efímero: el Cinerama. Esta nueva técnica implicaba la proyección en una pantalla tres veces más grande que la normal, tanto que se extendía hacia las paredes laterales en una visión envolvente --que aspiraba, de manera sutil, a emular el campo natural del ojo humano. Un antecedente excepcional (y, por lo mismo, más exitoso en su expresividad) del Cinerama puede observarse al final de Napoleon (1927), de Abel Gance.

"Linus" (Stewart) y "Eve" (Baker)

Establecido este artificio industrial de base, este gimmick a priori, no es de extrañar que How the West Was Won sufra de la estultez, falta de imaginación y de garra narrativa típicas de otras superproducciones de su tipo, todas hechas más con un afán comercial que por celebrar las virtudes de un tema o género; otros ejemplos, algunos a pesar de sus realizadores, son The Greatest Story Ever Told (George Stevens, 1965), filmada en Ultra Panavision 70, y Dial M for Murder (Alfred Hitchcock, 1954), en 3-D. Pero aun sin girar en torno al Cinerama acaso How the West Was Won habría insitido en el fracaso artístico, como también lo han hecho otras costosas cintas con menos “ambición” técnica. De todas maneras, nótese ahora (y es inevitable) la escena en la que Debbie Reynolds y la sensacional Thelma Ritter (ambas en el extremo derecho de la pantalla) escuchan a Gregory Peck (en el lado izquierdo) como si estuvieran mirando a alguien que (ya) no está ahí. La interpelación frontal que de cuando en cuando los actores efectúan, virtualmente atravesando la “cuarta pared”, respecto de la audiencia resulta también, aunque en menor medida que el ejemplo comentado, forzada y envejecida. Las líneas verticales que dividen los tercios de la longitudinal proyección son menos distrayentes.

Henry Hathaway y Debbie Reynolds

Lo disfrutable de esta saga sobre una familia que, más allá de un canto (aunque frustrante) al cine, podría ser contemplada, por otra parte, con desprecio como una apología del genocidio indígena en América del Norte por el revisionismo liberal y las consciencias lúcidas sin duermevelas, es, sobre todo, su constelación minuciosa (si no exhaustiva) --aunque asimismo malgastada en muchos casos: Spencer Tracy narra, y aparecen durante unos minutos John Wayne, Karl Malden, Henry Fonda, Walter Brennan, Agnes Moorehead, Lee J. Cobb, Russ Tamblyn. Por un segundo, Raymond Massey es Abraham Lincoln. El idilio entre Reynolds y Peck se alarga demasiado; mejor resulta el en comparación brevísimo entre Carroll Baker y James Stewart. Nos quedamos con los últimos metros de película, donde un perfecto Eli Wallach encarna a un bandido mexicano predeciblemente avezado e intrigantemente vengativo (el marshall George Peppard mató a su hermano, otro criminal); en la banda de Wallach está un jovencísimo Harry Dean Stanton, como antes Lee Van Cleef en la de Brennan. (Eso sí, cuando la acción se hace presente, la cinta cobra bríos insospechados; el trabajo de los fantásticos stuntmen se vuelve más importante que el de la cámara triplemente imponente.) Los maravillosos escenarios naturales fuero capturados por cuatro diferentes cameramen, así como el conjunto dirigido por John Ford, Henry Hathaway (quien realizó tres de los cinco episodios, incluido nuestro favorito “The Outlaws”) y George Marshall y Richard Thorpe. La música de Alfred Newman puede ser conmovedora, pero la canción “Home in the Meadow”, que es un leitmotif, llega a ser casi más irritante que la energía teatral, de Raggedy Ann del viejo Hollywood, de Reynolds. Aun así, el espectáculo todavía posee sus encantos, y el Cinerama al menos pagó ($50,000,000 en taquilla contra los poco más de $14,000,000 invertidos) por esta aventura emblemática. 3/5

jueves, 23 de julio de 2015

El joven Picasso (miniserie de televisión) (1993)


A través de sólo cuatro episodios, esta producción de las televisiones autonómicas de España --suficientemente digna de otras en el mismo rubro, entre ellas la absolutamente memorable Goya (1986) de TVE-- consigue bajar (momentáneamente) al dios del pedestal inalcanzable y mostrarnos el aprendizaje de un genio, nada menos que el pintor más importante del siglo XX. La cronología observa en especial la génesis, concepción y frenética ejecución (durante casi un año) de Les Demoiselles d'Avignon, inaugural chef-d'oeuvre del arte moderno, cuyo origen prostibulario y primera recepción crítica positiva sirven de marco a la miniserie.


Dirigida estupendamente (cómo no) por Juan Antonio Bardem --quien acababa de filmar su Lorca, muerte de un poeta, transmitida en séis episodios en 1987-8--, y filmada en auténticas locaciones, seguimos el camino trazado por el artista desde su descubrimiento de París, donde conoce a Toulouse-Lautrec, y sus preliminares desventuras personales, como el suicidio de su mejor amigo. Los conflictos con su familia (pobre de recursos, aunque su padre había sido profesor en una academia de bellas artes) lo llevan alternativamente de vuelta a Barcelona, y otra vez a París. Excelentes escenas, como aquélla donde Picasso (el muy adecuado Toni Zenet) echa al fuego sus dibujos para mitigar la dura inclemencia del frío en su alojamiento parisino, confunden diestramente su dramatismo con otras donde, como la que tiene al pequeño pintor admirando la nobleza de los pobres en una playa gastada de tristeza, Bardem logra efectos cromáticos --en este caso, la humedad de un azul característico del Período del mismo nombre-- comparables (salvando las insalvables distancias de dimensión expresiva) en su eficacia a los ejecutados por John Huston en su Moulin Rouge (1952). 4/5