Debo --quiero-- confesar una cierta debilidad
por la siguiente pieza del profeta de la edición invisible, William Wyler, pero
es que se trata además de un film demasiado subvalorado pese a todo (incluida su estima). La hija (Audrey Hepburn) de un talentosísimo
falsificador de obras maestras de la pintura (Hugh Griffith) persuade a un
criminal de guante blanco (Peter O’Toole) para que la ayude a robar una
invaluable Venus supuestamente esculpida por Cellini y en verdad también
falsificada por su reincidente progenitor --a quien hay que reconocer desde ya
la infrecuente virtud de la versatilidad. No es sólo el elenco uno de impecable
nota (O’Toole y la en otras ocasiones edulcorada Hepburn funcionan juntos y por
separado, Griffith no desperdicia un segundo sus dotes carismáticas y también
están Eli Wallach y Marcel Dalio como obsesos coleccionistas), sino que la producción
luce cada dólar de su presupuesto en un diseño sorprendentemente casi devoto y
mimético --sin nunca llegar a los extremos geniales y espirituales de una
Moulin Rouge (1952), por supuesto, que la película de Wyler es sólo una delicia conscientemente trivial--, donde el arte magno de
todos los tiempos (Goya, Renoir, Picasso, Degas, Gauguin, etc.) recibe un
homenaje tangencial pero innegable e inevitablemente inspirador: su contenido, desde los créditos iniciales hasta ese riquísimo
museo-escenario-del-crimen de evidente estirpe keystoniana, es una total falacia
creativa. How to Steal a Million debe ser reconocida, pues (y por lo menos), cual
una comedia de fino empaque, escrita con ingenio y dirigida con elegancia
modélica por uno de los auténticamente grandes realizadores del cine clásico
americano.
Audrey y su descubridor, Wyler, durante el rodaje