Celebración
de la niña-mujer y su belleza a un tiempo efímera y eterna, y de Patricia
D’Arbanville (nacida en 1951) en particular, este retrato no puede evitar quedarse en la
idealización sin pasar jamás a los matices psicológicos del sujeto --una
feminidad añorada y capturada por la prodigiosa fotografía del director David
Hamilton, quien acaso no tiene más intenciones que las mostradas. De todas
maneras, y pese a la encantadora actuación de D’Arbanville, la pubertad
intocable y sáfica --aunque no existe mayor relación con Les chansons de Bilitis, de Pierre Louÿs-- de la protagonista permanece abocetada en apuntes que son
frustrantes por lo que parecen prometer; quizá un montaje más ceñido a las virtudes
estéticas de Hamilton habría resultado en una película adecuadamente breve, con menos relleno, con
una trama más extraordinaria que la que sigue a una niña excepcional en sus
vacaciones en casa de una ex pupila de su internado, pero el metraje (in)suficiente
está ahí como prueba de una poética/erótica visual
sugerente como pocas, hecha de luz y color evocadores --ese estilo soft-focus único de su artífice-- y, por qué no, de esas
pasionales notas del pentagrama con que Francis Lai redondea el delicado,
exquisito carácter impresionista del conjunto. Más que la propia Bilitis, el
espectador marcado por la inocencia de esa infancia otra, esa distante
presencia del género opuesto en su preciso estallido constante y fugitivo, echa
de menos las sombras que se entrecruzan en los espacios idílicos de un
escenario ya y para siempre vacío. El film: 3/5 La música: 5/5
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