La pasión romántica es una jornada espiritual, virtualmente
religiosa en su esencia, y qué mejor ejemplo de ello que este incomparable film
de culto que no necesita presentación. Richard Matheson y Jeannot Szwarc,
guionista y director respectivamente, tomaron una novela del primero sobre un viajero del tiempo --cuánto antes de The
Time
Traveler’s
Wife--
que se enamora de una hermosa mujer en un retrato, y crearon una de las fantasías
más simples, efectivas y devastadoramente conmovedoras del género; tanto así
que talvez estamos hablando del chick flick for guys por antonomasia. Si nos detenemos brevemente en sus
imágenes, ya todo está ahí: la imposibilidad de encontrar satisfacción afectiva
en la realidad presente, la consecuente elección de una estoica soledad eterna, el escapismo imprescindible provisto inesperadamente por
una belleza verdadera que es casi ficción, casi sueño. Entonces, cuando la
situación resulta mortalmente insoportable, el protagonista es capaz de
reunirse con la mujer de su vida, no sin pagar el precio correspondiente. A las
sentidas interpretaciones de Chris Reeve (cuya representación de un hombre a
quien literalmente se le resquebraja el corazón se halla más allá de los
elogios) y Jane Seymour (en su esplendor físico), hay que añadir la de
Christopher Plummer como el Svengali en discordia, pero también la presencia
delicada de Teresa Wright. La partitura de John Barry, que es la razón
principal de esta nota, demuestra de manera soberbia lo ideal de la comunión
entre fotogramas y música; obra maestra de las bandas sonoras, hace lucir a su
score para Out of Africa (1985) tal y como el Daniel Day-Lewis de There Will Be
Blood
al de Gangs of New York: como un borrador
--del futuro-- ampliamente superado.
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