domingo, 14 de abril de 2013

The Naked Kiss (1964)


Samuel Fuller era un narrador de raza*. Escritor, director y productor cinematográfico, se curtió inicialmente en el periodismo reporteril (lo que dotó a su obra de una profunda inmediatez) y después en el arte de la novela pulp (lo cual, a su vez, le instiló la capacidad para manipular el sensacionalismo de la ficción con particular maestría). Además, como Hemingway, vivió la experiencia liminar de la guerra, de la cual dejó un testimonio crucial. Entre mis cintas favoritas se cuentan algunas de las piezas más características (por logradas) de su carrera --Pickup on South Street, The Big Red One, White Dog--, trabajos sumamente valiosos que ensanchan los márgenes del cinema en cada visionado; y, sin embargo, Fuller no es uno de mis realizadores predilectos: a diferencia de Kubrick, por ejemplo, encuentro su personalidad un tanto demasiado dispersa para hacer de su filmografía una coherencia autoral más allá de los géneros y/o las apuestas de estilo; o, simplemente, no sabe conectar conmigo de la forma íntima, contundente en que un Kubrick sí (y uso el ejemplo del autor de Full Metal Jacket conscientemente: de ningún modo ha sido Fuller tan influyente ni parangonal, como algunos arguyen). De todas maneras, su legado --pese a una apreciación de su figura que, como he apuntado, no comparto, en los círculos más contradictoriamente esnobs/pedantes y reivindicativos de la cinefilia-- es innegable. La siguiente es otra prueba: su elegante y humano melodrama, apuntalado por la indefensión de la inocencia, acerca de una prostituta (Constance Towers) que llega a una pequeña comunidad urbana huyendo de su pasado, sólo para continuar su travesía de descubrimiento de un mundo fundado en la falsedad, la hipocresía y la inmoralidad como ceguera práctica, gracias a la cual se puede convivir con la propia cuota de monstruosidad. Sensacional proeza cuyo indescifrable suspenso asciende casi soterradamente de escena en escena, sobre un montaje entrecortado e instintivamente inquietante, desde los planos mismos de probablemente una de las más sutilmente violentas, provocadoras secuencias de apertura jamás fotografiadas.


*El crítico Andrew Sarris lo calificó, a todas luces elogiosamente, de “primitivo”, adjetivo que Fuller (sorprendentemente o no) recibió con perplejidad más bien negativa en su momento.     

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